Saltar al contenido

Diego Velázquez, el nombre del barroco español

Diego Velázquez, el nombre del barroco español

Velazquez Selfportrait

Autoretrato (1640)

 

Su nombre completo es Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, pero este sevillano no necesita tanta presentación. "El pintor más grande que jamás haya existido", dijo Dalí de él. "Es decididamente el pintor de los pintores", lo describió una vez Manet. Para muchos es, sin duda, el mayor pintor español de la historia. Ahora, respaldándonos con tan rotundas declaraciones, no nos queda más remedio que responder a la pregunta: ¿quién fue Diego Velázquez?

 

Orígenes en una familia humilde

Diego Velázquez nació en Sevilla el 6 de junio de 1599. Sus padres, Juan Rodrigues de Silva, de ascendencia portuguesa, y Jerónima Velázquez (cuyo apellido adoptó primero por su popularidad en Andalucía), pertenecientes a una familia noble, llevaron una modesta vida. La historia cuenta que su padre era notario eclesiástico, profesión que correspondía a las clases bajas de la nobleza. Es curioso, entonces, que se dijera que esta familia formaba parte de la nobleza de la ciudad. Velázquez intentó reclamar este derecho tiempo después, pero no fue hasta que contó con el respaldo de las grandes autoridades gracias a su reconocimiento como pintor que lo logró.

Quizás la profesión de su padre tuvo algo que ver con la atracción de Diego Velázquez por la lectura y la cultura desde temprana edad. Y que, por tanto, descubrió el mundo del arte, en el que se adentró y donde demostró una capacidad innegable.

A los diez años entró como aprendiz en el taller del pintor y grabador Francisco de Herrera, apodado El Viejo. Su estancia allí fue breve, pues se decía que su mentor, además del mal humor que siempre lo acompañaba, abofeteaba a sus aprendices si cometían algún error. Su siguiente parada fue el estudio del retratista gaditano Francisco Pacheco. Lejos del carácter difícil de su anterior maestro, Pacheco pronto se dio cuenta del tremendo talento de Velázquez.

Más allá de lo pictórico, Pacheco fue conocido entre la sociedad sevillana por su talento como escritor y por ser un hombre de entendimiento literario. Inspiró también en Velázquez ese afán intelectual, pues siempre aspiró a esa promoción social que sólo la cultura era capaz de brindar.

Sea como fuere, Velázquez permaneció seis años en el taller del artista gaditano hasta que en 1617, viéndose preparado gracias a su formación y talento, se presentó y aprobó el examen que le permitió consolidarse como pintor independiente. Esto le permitió, además de tomar aprendices bajo su tutela, abrir una tienda para el público cuando tenía 18 años.

Primeros pasos como pintor

Hasta entonces, prácticamente el joven sevillano, todo lo que conocía en su vida eran los ateliers, en los que se había formado. Podría decirse que su etapa adulta comenzó en 1618, cuando se casó con Juana Pacheco (de hecho, era hija de su mentor, y con quien tuvo dos hijas: Francisca e Ignacia). Fue entonces cuando comenzó su carrera como pintor. Durante los siguientes cuatro años, Velázquez exploró diferentes temas a través de su obra. Tocó el género de las escenas tradicionales como su archiconocido Aguador de Sevilla o Vieja friendo huevos.

 

The waterseller of Seville

El aguador de Sevilla (1620)

Adoration of the magi

Vieja friendo huevos (1618)

 

También experimentó con obras de carácter religioso, de las que podemos destacar la Adoración de los Reyes Magos.

 

the adoration of the Magi

Adoración de los reyes (1619)



Velázquez, retratista de la corte

Como contexto histórico, debemos recordar que en 1621 muere el rey Felipe III, dejando el trono a Felipe IV. Este último fue asistido por su valide Gaspar de Guzmán (luego reconocido como Conde Duque de Olivares). El caso es que, con este cambio monárquico, muchos artistas e intelectuales vieron una posibilidad de encontrar su lugar en Madrid. Velázquez, se dice que aconsejado por su suegro, no fue menos y se acercó lo más que pudo al círculo del Conde Duque. Viajó a Madrid en 1622 y, aunque no logró su principal objetivo (retratar al rey), sí estableció contactos con importantes personajes de la época. Sin ir más lejos, con el poeta Luis de Góngora.

 

Luis de Góngora and Argote

Luis de Góngora y Argote (1622)

 

Regresó temporalmente a Sevilla y permaneció allí hasta que, en el verano de 1623, fue llamado de nuevo a Madrid. Gracias a los contactos de su maestro Pacheco y al favor del Conde Duque, en esta ocasión tuvo su gran oportunidad en la corte. Este último fue quien solicitó y obtuvo el permiso del propio monarca para que Velázquez pudiera retratarlo. El éxito fue tal que ese mismo año fue nombrado pintor del Rey.

A partir de entonces, su tarea se basó en retratar al círculo más cercano a Felipe IV, como la reina o el propio Olivares. Si hay algo que caracterizó a Velázquez en su faceta de retratista real es que en sus cuadros relegó a un segundo plano todos aquellos atributos que tradicionalmente se relacionaban con el poder resaltar y detallar las manos y el rostro.

Un rasgo curioso y característico de la obra de Diego Velázquez es su tendencia a pintar sobre lo ya pintado. Esto quiere decir que, con el paso de los años, lo que repintó y tapó, salió a la superficie. Esto se puede ver fácilmente en el Retrato de Felipe IV en negro, en el que tanto las piernas como el manto que cubría al monarca estaban previamente colocados en otro lugar. La primera versión de esta obra data de 1623, pero la versión final es de 1628. Velázquez también cometió errores y estuvo descontento con algunas de sus obras, y esto se puede ver en muchos otros retratos posteriores, principalmente de reyes.

Retrato de Felipe IV de negro (1628)

 

However, he still dealt with the Sevillian culture he grew up with in some works, as can be seen in his Santa Rufina. He also had time for his own works. Without going any further, El triunfo de Baco (The Triumph of Bacchus), better known as Los Borrachos (The Drunks), dates from this period. This painting is considered by many to be one of his masterpieces at the time. 

 

the triumph of bacchus

El triunfo de Baco (Los borrachos) (1629)

 

La llegada de Rubens y la evolución de Velázquez

Peter Paul Rubens, el famoso maestro flamenco, entró en la vida de Velázquez en 1628. En misión diplomática, Rubens permaneció en la Corte durante casi un año. Durante ese tiempo los dos pintores forjaron una fuerte amistad que se fortaleció con la visita compartida a El Escorial, pero sobre todo, se dice, por la admiración que ambos profesaban por Tiziano.




Tras la marcha de Rubens, Velázquez, probablemente animado por el artista flamenco, solicitó una excedencia para viajar a Italia y mejorar su técnica. En junio de 1629 partió de Barcelona y visitó varias ciudades italianas hasta llegar a Roma, donde se instaló durante un año. Durante ese tiempo se empapó de todo lo que vio, adquiriendo un interés por la belleza de la desnudez, que luego tuvo éxito en el país. Ejemplos de este aprendizaje son La túnica de José (Túnica de José, asimilación de textos bíblicos) y La fragua de Vulcano (Fragua de Vulcano, interés por las fábulas clásicas). Este último, sobre todo, supuso, si no una ruptura, sí un alejamiento de su época pictórica sevillana. La evolución de Velázquez se aprecia sobre todo en la fluidez de la pincelada, o en la suavidad de las transiciones.

 

joseph's tunic

 La túnica de José (1630)

 

the vulcan forge

 La fragua de Vulcano (1630)

 

Vuelta a Madrid un año después

Tras su expedición a Italia, Velázquez regresó a Madrid en 1631. Su primera experiencia en la corte española le abrió muchas puertas a su regreso a España. Todo lo que vivió durante ese tiempo en el extranjero sin duda lo ayudó a dar un paso adelante en su trabajo. Pintó las que se consideran algunas de sus obras religiosas más importantes: Cristo Crucificado o Cristo tras la flagelación, sin ir más lejos.




Y no solo eso. Mantuvo su estrecha relación con la realeza y retomó el título de pintor de cámara. De hecho, durante esa misma década trabajó para el Palacio del Buen Retiro (construido por encargo del propio Conde Duque de Olivares). Tanto es así, que durante 1634 y 1635 recibió el encargo de decorar el Salón de Reinos de este edificio: cinco retratos ecuestres reales y la conmemoración de un triunfo militar. Entre las obras más destacadas se encuentran Príncipe Baltasar Carlos (Prince Balthasar Charles, 1634-1635) y La Rendición de Breda (The Surrender of Breda, más conocida como The Spears).

La Rendición de Breda (1634)

 

Prince Balthazar Charles

Príncipe Baltasar Carlos (1635)

 

Como retratista real, también realizó una serie del Rey y su familia para el Palacete de la Torre de la Parada. Sin embargo, fue más allá y también pintó algunos de sus famosos "enanos". Algunos han tratado de identificar a estos personajes, e incluso algunos afirman que algunos de ellos pueden incluso esconder alegorías. Sea como fuere, Velázquez hizo de estas escenas algo que ha permanecido con nosotros siglo tras siglo.


En enero de 1643 consiguió un considerable ascenso en sus relaciones reales, pues, con la caída del Conde Duque, recibió el título de Ayudante de Cámara. Esto trajo consigo sus respectivas responsabilidades: entre otras cosas, la superintendencia de las obras a realizar en Palacio.



Con la reforma del antiguo Alcázar, Diego Velázquez se ofreció a viajar a Italia y comprar tantos cuadros y esculturas como fueran necesarios para darle un carácter más moderno al edificio. Así comenzaba la segunda incursión del pintor sevillano a tierras italianas.

 

Segundo viaje a Roma

Este segundo viaje a Italia no tuvo nada que ver con el primero años antes. Ahora era conocido como un artista consolidado y no solo eso, sino que además estaba respaldado por la realeza española. Más allá de los rumores negativos que podrían acompañar a Velázquez, esta vez tiene acceso a los ambientes artísticos y nobiliarios más exclusivos de la ciudad romana.

La primera parada del viaje fue Milán, pero el pintor continuó hasta Venecia. Allí, haciendo uso de sus contactos, pudo conocer a vendedores que adquirían obras de Veronese y Tintoretto. Fuentes fidedignas aseguran la preferencia de Velázquez por la pintura veneciana en general, y por Tiziano en particular.

Después de visitar muchas otras ciudades italianas, finalmente se instaló en Roma. Allí, su cargo de pintor del Rey de España, entre otros nombramientos, así como la simpatía de Inocencio X por el país hispánico, le permitieron retratar al propio Papa.

El éxito de la obra fue abrumador. Como el retrato que pintó durante su estancia allí de su esclavo Juan de Pareja (a quien, de hecho, entregó la carta de libertad en Roma) y los de algunas personalidades romanas. Su maestría con el pincel durante ese tiempo en la capital le siguió abriendo puertas. En este caso, de la Academia de San Lucas en Roma y de la Congregación de Virtuosos al Panteón. Sin duda, prueba de la admiración que le profesan.

Entre una cosa y otra, Velázquez regresa definitivamente a España en junio de 1651. Pero antes de continuar con su siguiente etapa en su país natal, una pequeña aclaración. Se cree, por la fecha en que fue pintado, que la famosísima Venus en el espejo (1649) fue también fruto de su estancia en Roma.

Portrait Juan Pareja

Retrato de Juan Pareja (1650)

 

Regreso a Madrid y culminación de su carrera en el palacio real

La carrera de Diego Velázquez en la corte española no hizo más que crecer. A su regreso de Italia, en junio de 1651, Felipe IV le nombró aposentador mayor de Palacio, cargo que fue su mayor logro. Con gran responsabilidad, la tarea del pintor para la corte consistía en anticipar a los monarcas en sus viajes para asegurarles un alojamiento cómodo y seguro. Este fue sin duda un gran honor. Sin embargo, lo cierto es que sus nuevas funciones administrativas le quitaron demasiado tiempo a su pintura.

Fue durante esta última década de su vida que Velázquez alcanzó su apogeo como artista. No solo hablamos de su virtuosismo con los pinceles y la técnica, sino también de su inigualable capacidad para dotar a sus pinturas de una sensibilidad y un realismo casi mágicos. Claros ejemplos de ello son dos de sus obras más conocidas: Las hilanderas y Las meninas. El primero de ellos, como se verá a continuación, es, contrariamente a lo que se pensó durante siglos, una obra mitológica. El segundo, posiblemente el cuadro más famoso del sevillano, es un lienzo en el que fusiona la política, el arte y su hidalguía, y esa atmósfera enigmática que le era innata.

Velázquez, caballero de la Orden de Santiago

Al principio de este artículo comentábamos que la familia Velázquez podría haber pertenecido a la nobleza de la sociedad sevillana. Fue durante los últimos años de su vida cuando el pintor quiso reclamar este título. Cierto es que durante su estancia en Italia y gracias a su importante papel en la corte española, consiguió hacerse notar. Se dice que fue el propio Rey quien le ofreció el hábito de caballero de Santiago. Sin embargo, el Consejo de las Órdenes Militares, siguiendo sus propias ordenanzas, consideró que el estatus aristocrático de su familia no era válido. La única opción que le quedaba era obtener una dispensa papal. Fue entonces cuando sus contactos en Roma funcionaron y, en octubre de 1659, obtuvo lo que más deseaba: el título de hidalgo. Este reconocimiento que antes se obtenía por derecho de sangre, el pintor lo obtuvo gracias a un arte que cautivaba a todo el que se le cruzaba.

Su última misión en palacio 

Uno de sus grandes encargos como aposentador real tuvo lugar en 1660. Como contexto de tan importante cometido, hay que remontarse a finales de 1559. El Mariscal Duque de Agramont, embajador extraordinario de Luis XIV, viajó a Madrid para pedir por la mano de la infanta María Teresa, hija de los reyes.

La responsabilidad de Diego Velázquez era preparar el viaje y la estancia de los monarcas en la frontera francesa, donde se celebraría la boda. Tras un éxito rotundo y habiendo cuidado todos y cada uno de los detalles del evento, el pintor regresa a Madrid en el verano de 1660.

El regreso a la capital fue de lo más turbulento; mareos, palpitaciones y ardor de estómago fueron los síntomas que experimentó Velázquez durante el viaje. Esto solo predijo lo que sucedería solo dos meses después. El rey envió a su médico privado para tratar al pintor, pero no pudo hacer nada. Diego Rodríguez de Silva y Velázquez murió el 6 de agosto de 1660 a causa de su enfermedad. Se dice que fue enterrado en la parroquia de San Juan Bautista, iglesia que fue demolida por las tropas napoleónicas en 1811.

El nivel de vida de Velázquez correspondía más al de un noble que al de un pintor; esto se reflejó en el inventario de sus posesiones. Cabe destacar la gran colección de libros de su biblioteca. Matemáticas, astrología, astronomía, filosofía, historia antigua o arquitectura eran algunas de las muchas materias que ocupaban sus estanterías repletas de libros.

Lo que está claro es que Diego Velázquez fue un genio adelantado a su tiempo. Esto se refleja en su obra, como veremos en el siguiente apartado. Maravillaba por donde pasaba y fue un referente para sus contemporáneos y, por supuesto, para los siglos venideros. Hoy es un artista (o EL artista, deberíamos decir) estudiado hasta la extenuación y que, aún en pleno siglo XXI, sigue rodeado de un halo de enigma que siempre le ha acompañado.

Detalle de la obra de Diego Velázquez

Adoration of the Magi (Adoración de los Reyes Magos)

Adoration of the magi

(1619)

A lo largo de la historia se han pintado cientos de versiones de esta escena: los tres Reyes Magos llegan a Belén tras ver la estrella de Oriente, para entregar los tres regalos que todos conocemos: oro, incienso y mirra.

Cierto es que, aunque en la esquina se aprecia un pequeño paisaje, los que realmente llenan el lienzo son los personajes ya nombrados junto a la Virgen María, San José y lo que se ha reconocido como siervo.

Era 1619 cuando el sevillano pintó esta obra. Eso significa que, en ese momento, solo tenía 20 años. Y, aun así, la maestría que mostró a una edad tan temprana es asombrosa. Prueba de ello es esta composición (que recuerda a su etapa sevillana) que, lejos de dar la impresión de sobrecarga, lo que muestra es una cercanía que incluso connota intimidad.

Se dice que, además del carácter religioso de la obra, Velázquez también introdujo ciertos elementos biográficos. No hace mucho tiempo, cuando se descubrió un autorretrato de Pacheco, se identificó al anciano rey mago con el maestro del pintor. Asimismo, se dice que en el cuadro también están representados el propio Velázquez, su mujer y su hija. Une así la celebración de la religión cristiana con la de su propia familia.

Quizá la genialidad de esta obra resida en su sencillez. Es decir, la escena es fácilmente reconocible, lo que facilita que el espectador la identifique rápidamente. Esto, unido a la inteligencia con la que utilizó una gama cromática en la que predominan los ocres y los oscuros, pero que también deja espacio a los azules, blancos o incluso rojos, hacen de esta obra una de las más destacadas de sus primeros años.

The triumph of Bacchus (El triunfo de Baco)

The triumph of Bacchus

(1629)

 

Comúnmente conocido como Los Borrachos, cuenta la historia de cómo Baco, el dios del vino, bajó a la Tierra y compartió un tiempo libre con simples mortales. Es, al final, un trabajo naturalista directo.

Anteriormente había abordado escenas religiosas y de género, pero es con esta obra con la que debuta en las fábulas mitológicas. Esta obra es importante porque inicia un camino, el de la representación mitológica, que permanecerá en la obra de Velázquez hasta el final de su carrera. Al mismo tiempo, sin embargo, bebe de las enseñanzas de sus años sevillanos.

Empecemos por el protagonista del cuadro (tanto temática como compositivamente): Baco. Representar al dios del vino le dio la oportunidad de comenzar a explorar también el tema de los desnudos masculinos. El cuadro contiene contrastes con los que el pintor juega para transmitir este acercamiento de lo divino y lo humano. Por un lado, tenemos al sátiro de la izquierda, que da origen a ese mundo fantástico. Por otro lado, a la izquierda hay varios personajes (hombres, al fin y al cabo) que identifican ese aspecto más mundano y cotidiano de la escena.

Se ha especulado mucho sobre esta obra y su simbolismo. Unos dicen que se trata de una desmitificación de la fábula de Baco (llegando a afirmar que se trata de una burla a la Antigüedad), otros que se trata de un punto de encuentro entre la realidad y la fantasía... Lo que está claro es que este cuadro , que hoy reside en el Museo del Prado, supone un antes y un después en la representación de la mitología en la pintura. Este contraste de elementos a priori distantes entre sí y la tendencia a alejarse de la idealización con la que hasta entonces se trataba el tema son un claro ejemplo de ello.

The spinners (Las hilanderas)

The spinners

(1657)

Aunque su nombre más común es Las Hilanderas, también se la conoce como La Fábula de Aracne porque, sí, aunque a primera vista parezca simplemente una escena cotidiana barroca, lo cierto es que Velázquez quiso contar esta historia mitológica pero desde un punto de vista mucho más perspectiva más ingeniosa (digno de un pintor como él del Siglo de Oro español).

Según el poeta Ovidio, Aracne era una joven con una gran facilidad para tejer. Ella lo sabía, así que se jactó de ello e incluso se atrevió a decir que era mejor en la tarea que la propia diosa Atenea. Esta última, diosa de la sabiduría, la guerra y la artesanía, cansada de la arrogancia de los mortales, se disfrazó de anciana y la retó a un concurso para ver quién podía crear el mejor tapiz. Aracne estuvo de acuerdo, y el tema de su tapiz fue la infidelidad de los dioses. Ofendida, Athena se expuso y convirtió a la joven en una araña. De esta historia mitológica surge la idea de que las arañas tejen bien.

Lo cierto es que hay varios escenarios en el cuadro. En primer plano, Aracne y Atenea disfrazadas. Es asombrosa la maestría con que Velázquez capta el movimiento de la rueca; de hecho, la pintura misma parece estar viva.

En la segunda escena, la de atrás, nuevamente los personajes en la tarea de tejer el tapiz. Digno de un pintor barroco, el sevillano juega con varias acciones en una sola obra. También aquí juega con la luz, enfocándola sobre el fondo del cuadro para que el espectador sea capaz de comprender la historia que con tanta ingeniosidad ha contado.



Las meninas

Las Meninas

(1656)

No podíamos terminar de contar la historia de Diego Velázquez sin hablar de su cuadro más famoso, estudiado durante siglos y visitado a diario en el Museo del Prado: Las Meninas, representación de la familia real y su corte.

Lo cierto es que no siempre se llamó así. Desde que se pintó ha pasado por diferentes nombres hasta que en 1843, cuando Pedro de Madrazo redactó el catálogo del Museo del Prado, se le dio el título con el que se le conoce hoy.

La obra está formada por once figuras (doce, si contamos el mastín tendido en primer plano), todas ellas distribuidas frontal y transversalmente, formando una composición magistral y adelantada a su tiempo: es como si el espectador vislumbrara la escena desde el punto de vista de los reyes, presente en el espejo del fondo. Entonces, la primera persona que se ve es el mismo Velázquez, pintando. Luego, junto a él, la Infanta Margarita, flanqueada por dos meninas. Continuando hacia la derecha, encontramos un enano y un bufón, dos personajes frecuentes en la obra de Velázquez. Al fondo, la guardia menor de damas, un guardadamas varón y, más adelante, el jefe de tapicería de la reina.

La distribución de los personajes no solo es una disrupción en términos de composición, sino que también le da profundidad a la escena. La aparente sensación de vacío debido a la altura de los techos queda fijada por el rayo de luz que entra por la derecha y por el fondo. Estos efectos de claroscuro y perspectivas dan una sensación de magia a la pintura.

Aunque se han hecho millones de interpretaciones sobre el significado de Las Meninas, lo cierto es que dos son las más sustentadas: por un lado, la política, que expresa la esperanza de supervivencia de una dinastía que vive amenazada; por otra parte, una alegoría del éxito de la pintura (al fondo se identifican dos ejemplares de Rubens y Jordaens, lo que se cree que es una exaltación de este arte; además, el propio Velázquez aparece pensativo, mostrando que el oficio de pintar es más un producto del intelecto que de lo que la mano realiza sobre el lienzo).

Técnicamente, la pintura corresponde a la que utilizó el artista durante la última década de su vida: se aprecia una mayor fluidez, un toque desenfadado y libre (el típico "menos es más"). En otras palabras, una maestría pictórica que Velázquez dominó a la perfección y que no ha sido igualada a lo largo de los años.

Aunque hoy en día es considerado uno de los mejores cuadros de la historia, no siempre tuvo ese reconocimiento. Sobre todo a nivel internacional, ya que, al haber permanecido alejado del público, no pudo ser apreciado debidamente.




Lo que está claro es que Diego Rodríguez de Silva y Velázquez es, como se decía al principio y en palabras de Manet, el “pintor de pintores”. Un genio reconocido en su momento y venerado en los siglos siguientes. La sencillez y, al mismo tiempo, la complejidad de sus obras hacen de él un pintor polifacético y brillante. Pintor real, creador de escenas mitológicas e incluso de paisajes; obras históricas, religiosas o incluso bufonescas. Diego Velázquez fue, sin duda, un pintor adelantado a su tiempo y el símbolo del barroco español.